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En enero del 2020 fuimos a celebrar mi cumpleaños en la Ciudad de México con mi familia de sangre. Nos quedamos en la casa de mi hermano, una casona antigua alquilada en la zona de Polanco en el DF, compartiendo con mi cuñada y nuestros 3 sobrinos Ana Sofía, Eva Lucía y el más chiquito Oliver.

Llegando nos dieron la noticia: querían que mi esposa Luisa y yo fuésemos los padrinos de bautizo de Eva y Oliver, y que además aprovecharíamos para hacer el bautizo antes de regresarnos a Montreal.

Así que comenzaron los preparativos: tendríamos que hacer el curso de padrinos en la iglesia, organizar la fiesta de celebración y por supuesto, lo más importante, ir a misa en la iglesia donde tendría lugar el bautizo, y así comprarle las velas y una mantilla que el padre exigía para cada niño a la hora del bautizo.

Era martes y faltaban varios días para mi cumpleaños. El bautizo de los sobrinos sería en dos semanas, así que parecía muy lógico ir a la misa de las 6 de la tarde al día siguiente de haber llegado de viaje.

Nos sentamos en una de esas banquetas largas de la hermosa iglesia mexicana, muy bien conservada y lista para recibir a los feligreses. La mitad de las banquetas estaba llena, así que escogí una de ellas y me senté al lado de Luisa, mi esposa, mi hija Mayah Rosa, mi mamá Gladys y mi sobrina mayor Ana Sofía. Mi hermano se sentó con mi cuñada más atrás.

En medio de la misa, siento que me llaman por la espalda, llamándome por mis dos nombres: “Jesús Enrique …” ¿Y cuándo volteo a quien veo? Nada menos que una de mis mejores amigas de la universidad central de Venezuela, mi querida hermanita Mari Eugenia Sánchez, que vive en Holanda desde hace años y a quien había visto en persona en 2008, léase 12 años atrás.

Me quedé en el sitio y lo único que se me ocurrió decirle fue “¿y qué haces tú aquí vale?”

La abracé emocionado, viendo a mi hermano, mi esposa y mi mamá reír emocionados también, luego de ver que la sorpresa de reencontrarme con mi amiga y la trama que habían armado a mis espaldas durante un par de meses, concluyó como ellos se lo habían imaginado, en un abrazo entre hermanos, en lágrimas de felicidad, dándome así una lección que me quedaría para la vida: toca dejarse sorprender en la vida, fluir y parar de planificar y querer controlarlo todo.

Este reencuentro inesperado, entre otras cosas bellísimas que pasaron en ese viaje, ha hecho que mis 44 años sean irrepetibles, inolvidables.

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